Propósito: escupir un inútil desahogo intelectual en la pantalla.
Empiezo la mañana de la peor forma posible: gritando en clase a chavales que están arremolinados en cada rincón, en un entorno cerrado. Me cercioro una vez más de lo mismo. Necesitaríamos un látigo para controlar este descontrol biológico y cultural de nuestra sociedad. Luchar contra la biología es un debate perdido. Es imposible hacer que un cerebro adolescente actúe con la madurez de un cerebro completamente desarrollado. Los riesgos y el cálculo de consecuencias no existen en sus sinapsis neuronales con la suficiente fuerza como para retenerlos ante un ambiente tentador y hostil al cumplimiento de las normas. Sin embargo el elemento cultural sí podría haberse cambiado y haber actuado como atenuador de este desmadre neurológico y hormonal. Desgraciadamente ya es demasiado tarde. No podemos enseñar en tres meses lo que se debería haber enseñado en dieciocho años: el control de nuestra libertad.
Vayamos a lo puramente cultural. Lo que la pandemia está haciendo al valor de la libertad en nuestra sociedad solo tiene parangón con la amenaza que supuso Hitler o Stalin. Nunca ha estado tan devaluada ni denostada como lo está en el presente, nunca ha resultado tan anacrónica como parece en nuestros días, nunca ha sido una losa tan pesada sobre nuestra cultura, como lo es ahora. La libertad, desposeída de toda responsabilidad hacia los demás, se ha convertido meramente en trampolín para que el individuo haga lo que venga en santa gana y cometa todo tipo de desmanes privados. Se ha vuelto en el enemigo hobbesiano por excelencia de la seguridad de la sociedad. Y de acuerdo con Hobbes, el hombre libre, sometido a su más descontrolado deseo hedonista, no puede tener en cuenta a sus semejantes porque no existen. Sin embargo, lo que Hobbes entendía como parte de la biología humana, no lo es. Es en realidad una cuestión mucho más cultural, moldeable y flexible.
Parte de la culpa, ideológicamente hablando, la tienen cuarenta años de libertarismo económico combinado con un progresismo fácil, compartido por todos los estratos sociales y todas las élites occidentales de izquierdas y derechas. Ningún gobierno ni estado escapa a esto: era nuestro gran consenso occidental de entender el mundo. Durante demasiado tiempo, la libertad se entendía como libertad de elección y maximización del bienestar individual a costa muchas veces de romper cualquier constricción social o estatal, tildada como autoritaria solo por su mera existencia. Se disfrazó esta libertad de iniciativa emprendedora, de innovación y de falta de conformismo; también de emancipación de la identidad individual frente a todo tipo de tradicionalismo. Al final el mecanismo del mercado anularía cualquier contradicción interna y la sociedad civil asumiría todo tipo de pluralismo para activar poderosas sinergias colectivas. Pero en el fondo, lo único que queda de esta explosión de la libertad del individuo es un egocentrismo descarnado y una oposición cada vez mayor entre intereses enfrentados. Muy distinto de la vieja libertad, desde Kant a Sartre, que preveía una alta cota de responsabilidad colectiva a la hora de desempeñarla. La responsabilidad se confundió primero con el éxito empresarial y profesional a toda costa, y después se ahogó definitivamente en la mediocridad y el anonimato de las redes sociales. La sociedad, definitivamente, ha dejado de existir en 2020, como proclamaron tristemente sus profetas neoliberales en los años ochenta.
Ahora los libertarios se llevan las manos a la cabeza cada vez que el fantasma descomunal del estado abre un toque de queda o decreta dictatorialmente un estado de alarma. Ingenuamente algunos creen que se levanta el comunismo por tratarse de un gobierno de izquierdas. No. El signo político de los gobiernos resulta ahora totalmente trivial. Lo que se levanta es la lejana sombra del mundo oriental, drásticamente colectivo, no individual. Y lo que sucede es un fracaso no de una ideología concreta, sino de un patrón de civilización entero como es el occidental.
Epílogo: qué dramático todo, y qué banal al mismo tiempo. Triste contradicción en nuestros tiempos. Debo borrar todo esto en cuanto se pase mi ira intelectual ante el mundo.
Propósito de enmienda: repetir trescientas veces.
No debo escribir tonterías
No debo escribir tonterías.
No debo escribir tonterías.
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