Entre los libros que tengo siempre en reserva para esos deliciosos y relajados momentos que supone la lectura en el cuarto de baño, me ha llegado uno hace poco del que voy a decir unas pocas palabras: Mi Visión del Mundo, de Albert Einstein. Sorprende este libro en primer lugar por su gran heterogeneidad: cientos de pequeños escritos refiriéndose a una gran diversidad de temas. Aparecen detalles sorprendentes que nos llevan a una visión muy personal del periodo de entreguerras en Europa y América. Aparte del interés que suscita la interpretación sobre la coyuntura histórica que vive el físico, sorprende cómo un científico tiene una extraordinaria capacidad para resolver en poco más de una o dos hojas cuestiones relativas a filosofía o economía con una lucidez y claridad que a veces se echa de menos en los especialistas de la materia.
En concreto, si parece que divaga cuando habla de pacifismo, al comentar la crisis de 1929 hace unas observaciones muy agudas y certeras, con una visión de futuro más amplia que la de muchos ministros de economía de los años treinta. Sobreproducción, caída del poder adquisitivo, falta de crédito, son todo causas que recalca Einstein y que suenan cotidianas en nuestros días. Sus notas, objetando tanto a liberales como a estatalistas, y conociendo más o menos bien las aportaciones de Keynes en su época, no tienen desperdicio.
A los primeros les critica la inacción: la incapacidad del mercado para absorber la mano de obra sobrante en los ciclos económicos. Las nuevas posibilidades, nos dice, no justifica que una parte de la sociedad quede fuera del juego económico, y curiosamente habla aquí de los jóvenes, ese grupo que ha quedado en paro en los años treinta. Para ello hace falta un estado que regule esos desajustes intrínsecos al capitalismo.
Pero al mismo tiempo, subraya él, falla en los defensores del estado una "cuestión psicológica": la incapacidad de la burocracia para ser eficiente y productiva. "El egoísmo y la competencia siguen siendo (por desgracia) fuerzas más poderosas que el altruismo y el sentido del deber", dice con lástima. Hace falta por tanto un estado regulador, pero no controlador en exceso y por tanto paralizante: esa fórmula mágica que ahora todos los países del mundo anhelan encontrar.
En concreto, si parece que divaga cuando habla de pacifismo, al comentar la crisis de 1929 hace unas observaciones muy agudas y certeras, con una visión de futuro más amplia que la de muchos ministros de economía de los años treinta. Sobreproducción, caída del poder adquisitivo, falta de crédito, son todo causas que recalca Einstein y que suenan cotidianas en nuestros días. Sus notas, objetando tanto a liberales como a estatalistas, y conociendo más o menos bien las aportaciones de Keynes en su época, no tienen desperdicio.
A los primeros les critica la inacción: la incapacidad del mercado para absorber la mano de obra sobrante en los ciclos económicos. Las nuevas posibilidades, nos dice, no justifica que una parte de la sociedad quede fuera del juego económico, y curiosamente habla aquí de los jóvenes, ese grupo que ha quedado en paro en los años treinta. Para ello hace falta un estado que regule esos desajustes intrínsecos al capitalismo.
Pero al mismo tiempo, subraya él, falla en los defensores del estado una "cuestión psicológica": la incapacidad de la burocracia para ser eficiente y productiva. "El egoísmo y la competencia siguen siendo (por desgracia) fuerzas más poderosas que el altruismo y el sentido del deber", dice con lástima. Hace falta por tanto un estado regulador, pero no controlador en exceso y por tanto paralizante: esa fórmula mágica que ahora todos los países del mundo anhelan encontrar.
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