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En concreto, si parece que divaga cuando habla de pacifismo, al comentar la crisis de 1929 hace unas observaciones muy agudas y certeras, con una visión de futuro más amplia que la de muchos ministros de economía de los años treinta. Sobreproducción, caída del poder adquisitivo, falta de crédito, son todo causas que recalca Einstein y que suenan cotidianas en nuestros días. Sus notas, objetando tanto a liberales como a estatalistas, y conociendo más o menos bien las aportaciones de Keynes en su época, no tienen desperdicio.
A los primeros les critica la inacción: la incapacidad del mercado para absorber la mano de obra sobrante en los ciclos económicos. Las nuevas posibilidades, nos dice, no justifica que una parte de la sociedad quede fuera del juego económico, y curiosamente habla aquí de los jóvenes, ese grupo que ha quedado en paro en los años treinta. Para ello hace falta un estado que regule esos desajustes intrínsecos al capitalismo.
Pero al mismo tiempo, subraya él, falla en los defensores del estado una "cuestión psicológica": la incapacidad de la burocracia para ser eficiente y productiva. "El egoísmo y la competencia siguen siendo (por desgracia) fuerzas más poderosas que el altruismo y el sentido del deber", dice con lástima. Hace falta por tanto un estado regulador, pero no controlador en exceso y por tanto paralizante: esa fórmula mágica que ahora todos los países del mundo anhelan encontrar.
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