Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

sábado, 3 de octubre de 2009

LA CIENCIA Y LOS LÍMITES DE LA RAZÓN EN LA POLÍTICA.


Se ha confirmado lo temido: el abultado déficit público ha conducido a un recorte de la inversión en investigación y ciencia, nada menos que de un 15 por ciento. No se tocan los salarios de los científicos, pero varias instituciones van a perder buena parte de su financiación para todo aquello necesario en la renovación de equipos, congresos y publicaciones. Alguien dirá que estos pueden ser gastos superfluos, pero la ciencia, para que dé resultados, tiene que ser eficiente, y la investigación es cara.


       Una persona ajena a la investigación puede considerar esto grave, pero no es consciente de lo que realmente supone. Estamos habituados a plantear un recorte del presupuesto en algo que dejas de percibir y quedas como estabas. La lógica del investigador no es esa, ni mucho menos. La investigación científica en nuestros días se basa en proyectos lentos, en los que es precisa la cooperación de muchos investigadores y a la vez se precisa de plazos de tiempo muy largos, de varios años, para ver un resultado tangible. Cortar de repente esa fuente de financiación no significa quedarte como estás: significa que todo aquello que se ha gastado hasta ese momento se tira a la basura. Con razón defendían desde el CSIC que la inversión en ciencia, si no subía, al menos debía mantenerse, pero no reducirse en esta proporción. Y las cosas se pueden ver desde una perspectiva aún más desagradable: si entendemos esto como un juego de competitividad, el diferencial con otros países no se queda en lo que reducimos nosotros, sino que hay añadir lo que otros aumentan en su presupuesto de I+D+i.
     Me pregunto una y otra vez por la razón de este cambio. Me gustaría estar equivocado en mi propia explicación, pero parece ser que es a lo que apunta una vez que sabemos quién gana y quién pierde en los presupuestos generales. Gana la política social, pierde la competitividad y la investigación. Que las prestaciones de desempleo en época de crisis sean intocables es algo que nadie cuestiona, pero el gasto social no acaba ahí y no todo tienen el mismo valor. Una vez más, el corto plazo atenaza las decisiones de la política.


      Es bien conocido por psicólogos y economistas que la racionalidad (poner los medios más adecuados para alcanzar un objetivo) no puede tener una prolongación en el tiempo hasta el infinito. Cuanto más lejos está un objetivo, más difusa se hace nuestra racionalidad y menos fuerza depositamos en ella. Y aquí parece ser que la concepción del tiempo (y los objetivos) para un científico y un político es desgraciadamente distinta. El político hace una gestión de acuerdo con sus intereses en un plazo máximo de cuatro años. El científico, como hemos dicho, puede sobrepasar ampliamente ese periodo de tiempo, y necesita naturalmente una estabilidad económica básica para alcanzar sus objetivos. El político tiene la esperanza que una subida en el gasto social le permita en un corto plazo de tiempo asegurarse los votos de la gente pensionista y de los desempleados y evitar naturalmente una revolución social. En cambio, el voto es menos seguro en la comunidad científica, sumamente reducida y más volátil.
     Si lo entendemos en resultados económicos a corto plazo, el gasto social permite mantener una tasa de consumo entre la gente más desfavorecida, o el millonario gasto en el salvamento de un banco permite salvar la circulación del crédito. La comunidad científica sin embargo, no puede ofrecer suculentas ofertas en tan poco tiempo. Siendo pesimistas, podríamos llegar a decir que la apuesta por la I+D+i no garantiza nada, puesto que estamos en un juego competitivo con otros países, que igualmente apuestan por la innovación. Pero invocar este tipo de argumentos para dejar de invertir en investigación sería un suicidio.


      Lo cierto es que la actitud de los políticos y el gobierno cada vez recuerdan más al rey Luis XV de Francia. Preocupados por la situación del país, los ministros le recordaban al rey que hacían faltas reformas a largo plazo en el reino si no se quería acabar en una revolución. Luis XV contestó de forma condescendiente, “después de mí, el diluvio”. Y así sucedió: el viejo rey murió feliz en su cama. Su hijo moriría guillotinado por la revolución. Nuestra incapacidad de mirar hacia el futuro puede llegar a ponerlo en cuestión.

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