Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

PROBLEMAS DE COPENHAGUE (I): EL DILEMA DEL PRISIONERO

Con estupor escuchamos las declaraciones que van llegando de Dinamarca. Un acuerdo no es posible. El recelo entre las partes, más allá de las buenas palabras, crece. Se barajan fórmulas imposibles de compra y venta de derechos de emisión de CO2, contrapartidas económicas de un lado y de otro. Uno se pregunta si no asistimos a una cita más con el dilema del prisionero. En una palabra: todos las partes implicadas desean llegar a un acuerdo. Todas saben que es lo más deseable, incluso desde un punto de vista completamente egoísta y particular. Pero son demasiadas partes: cuantos más actores, más difícil se hace el consenso. Todas por igual tienen recelo por ver quién paga menos de la factura ecológica, y sobre todo, quién va a controlar a los estados para hacer cumplir estos compromisos. El temor a los estados freerider, aquellos que quieren pagar menos y beneficiarse del esfuerzo de los demás, está siempre presente. Con razón Estados Unidos reclama a China y a los demás cooperantes transparencia. Es decir, observadores imparciales y objetivos que precisen si las demás partes de los contratantes cumplen lo pactado.
Resultado en el dilema del prisionero: en lugar de un esfuerzo por la colaboración, que racionalmente traería un bienestar general, el resultado de la deliberación acaba siendo justo el contrario. Al considerar a los países representados en Copenhaguen como socios poco fiables, se opta por la no-colaboración, y volver a esperar otra oportunidad. Ninguna de las partes, ante tanta incertidumbre, se atreve a firmar un acuerdo vinculante.

Ante estas circunstancias uno casi siente nostalgia de la vieja guerra fría y un mundo más ordenado que el nuestro. Es precisamente ahora cuando se precisa un liderazgo mundial que ponga la máquina del acuerdo en movimiento y elimine este tipo de incertidumbres. Quizás la época de las superpotencias haya pasado a mejor vida y haya muchos que se alegren de ello, pero el vacío que deja -un mundo con muchos poderes, tal vez anárquico, y dejado todo orden posible a la mano invisible del mercado-, hace imposible alcanzar acuerdos planetarios. Y la ausencia de una representación política a escala planetaria efectiva y con capacidad de imponer consensos, nos llevan a estas conferencias largas y con una frustrante sensación de inutilidad.
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