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Que conste que no estoy en contra de los lemas, pero sí de su abuso. Es cierto que un lema o un símbolo tiene por definición que ser escueto, contundente y que alcance al corazón; pero luego se exige mover los cerebros con palabras y fórmulas infinitamente más complejas -esta sería la división clásica entre ética maximalista y minimalista de Michael Walzer-. El problema, claro está, consiste en quedarse en estos eslóganes, y no encontrar nada más por debajo. Los defensores de los lemas de este tipo (ya sea de izquierdas o de derechas) acaban simplificando tanto las cosas que sus palabras quedan completamente huecas. No está mal simplificar el Manifiesto Comunista a cuatro palabras, como aparece en la imagen; el problema es quedarse en ellas. Y el problema fundamental estriba en que estos lemas no solo aparecen pintados en la sucia pared de una ciudad insignificante, sino que a veces aparecen en lugares prestigiosos, entre bambalinas, publicidad y decenas de micrófonos que llevan las palabras a todos los rincones, y donde se espera que detrás del lema haya una explicación convincente y no se encuentra más que humo.
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